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Lo que le falta al FICG
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▲ Los hermanos Roy y Arturo Ambriz, creadores de la película en stop motion Soy Frankela, fueron parte de la apertura de la edición 40 del Festival Internacional de Cine en Guadalajara.Foto Arturo Campos Cedillo
E

n mi artículo de hace una semana comentaba sobre lo meritorio que era celebrar el 40 aniversario del Festival de Cine en Guadalajara. Ya concluido el evento y habiendo participado en cinco días de su transcurso, me queda el prurito de señalar algunas de sus carencias.

Desde luego, la más grave es la del transporte desde la zona de hoteles al Centro Cultural Universitario. La distancia es larga, el tráfico es ya pesado y uno está dispuesto a soplarse los 40 minutos que, en promedio, se necesitan para hacer ese recorrido, si no fuera porque los transportes salen cada dos horas de su base. Eso deja pocas posibilidades de administrar el horario de manera eficiente. Y una vez que se llega a dicho recinto, uno se resigna a pasar todo el día en el desértico lugar. (No quiero ni empezar a hablar de la calidad de los alimentos que se ofrecen en los llamados food trucks).

Me imagino que el presupuesto del festival no alcanza para más. Pero si se pudieran conseguir recursos milagrosos, éstos deberían aplicarse de inmediato al transporte. Turnos de una hora ya serían muy agradecibles.

Otro detalle que ayudaría a tener más posibilidades de ver las películas programadas sería aprovechar los horarios de las mañanas. En la mayoría de los casos, las funciones comienzan a las tres de la tarde –sí, justo a la hora de la comida–, desperdiciando toda la mañana. En anteriores ediciones, se hacían funciones matutinas para prensa e invitados, por lo menos del material nacional, dándole así un necesario empujón. Sería recomendable recuperar esa práctica, sobre todo porque las funciones públicas gozan, por suerte, de una gran afluencia y uno corre el peligro de quedarse afuera (me ocurrió en un par de ocasiones).

Y ya puestos a hacer nostalgia de ediciones pasadas, se echan de menos cosas como la Fiesta del Cine Mexicano, que reunía a la mayoría de los invitados en un amplio salón de baile y promovía el rencuentro y la conocencia. Sí, hay varios cocteles durante el festival, pero no es lo mismo. Sucede que uno encuentra a más gente conocida durante el desayuno en los hoteles que en dichas reuniones. (Aunque también se extrañan las excursiones a Chapala y Tlaquepaque, ésas sí resultan inconcebibles en las dimensiones que ahora tiene el festival).

Una amiga extranjera que fue invitada como miembro de un jurado, me comentaba que, a la mitad del festival, no había conocido aún a sus compañeros de jurado. En otros tiempos, se procuraba que los jurados se movieran al unísono, como una pequeña familia, para promover el oportuno intercambio de ideas. Claro, para eso se necesitaría un transporte designado para moverlos de un lado a otro. Y volvemos a lo mismo.

En las actuales condiciones hay tantas actividades simultáneas que, si uno quiere ver películas, debe sacrificar los coloquios, o master classes o como se quieran llamar. O viceversa. Y así uno se pierde también de las publicaciones editadas para quienes son homenajeados con un premio Mayahuel. Mismas que no se pueden conseguir fuera de su conferencia específica (antes se obsequiaban a los invitados. ¡Qué tiempos aquéllos!). Esos útiles libros –últimamente escritos por Roberto Fiesco– desaparecen sin dejar rastro.

En fin. Esas son modestas propuestas para afianzar el festival de cine más longevo del país.

X: @walyder