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Dos semanas para la historia
H

ay años en los que pasa poco, y hay semanas en las que pasan años enteros. Las últimas dos han constituido la mayor regresión en materia de derechos civiles para la población hispana en la historia. Las redadas de ICE, particularmente las de Los Ángeles, han funcionado como teatro del terror para los mexicanos en Estados Unidos que trabajan y viven sin papeles. Las imágenes han sido dolorosas, crueles. La ejecución del plan ha sido brutal: pegando ahí donde duele, rompiendo familias, tomando por sorpresa a la gente en un restaurante, en una ferretería, en un partido de futbol.

Las detenciones han tenido una característica: el racismo. No hay otra manera de catalogar al rasero con que ICE está eligiendo a las personas. Este acto, que a cualquier mexicano puede y debe indignar, es al mismo tiempo lo que la base electoral del presidente Trump estaba esperando. No sólo deportaciones, sino retórica. No sólo control de las fronteras, sino un hasta aquí contra lo que consideran una invasión. Es la reacción que hace 30 años previó Samuel Huntington en su choque de las civilizaciones, donde hablaba de la dificultad para que la cultura hispana, latina, se asimilara como otras oleadas migratorias del siglo XX en Estados Unidos. A ello se suma una emergencia del discurso supremacista blanco, copando el poder y la toma de decisiones. También, lo que no deja de ser lamentable, el concurso de los gobernadores y sheriffs, por ver quién es el más duro contra los migrantes.

Ejemplo de ello es Florida, que en conferencia de prensa se autoproclamó the anti riot state, o el estado antiprotestas, y donde el jefe de la policía advirtió que tirarían a matar, y el gobernador De Santis extendió patente de corso a todo aquel que arrolle a alguien en las protestas. Ese es el nivel del discurso y la dimensión de la regresión en materia de derechos humanos. Es Tennessee y Alabama en los años 60 del siglo XX. La diferencia es que con una sociedad hiperpolarizada una parte de la población estadunidense cree genuinamente que es lo correcto, y que se está salvando al país. México tiene menos margen de acción del que solemos pensar. El ajedrez comercial y arancelario nos dejan poco espacio para defender la causa migrante, como todos quisiéramos. Además, las primeras protestas en Los Ángeles, con las imágenes de vehículos incendiados y la bandera mexicana ondeando en un marco de violencia, poco ayudaron. De hecho, le dieron una ventaja fundamental al presidente Trump en su narrativa de orden, control y nacionalismo.

Dos semanas que, insisto, son décadas hacia atrás para una comunidad que no ha hecho más que trabajar, que ser solidaria con México, con su familia y con sus lugares de origen. Sobra decir cuánto le debemos a los migrantes en Estados Unidos, pero no está de más recordar que son ellos la principal fuente de divisas, que son el pago de la medicina, de la colegiatura, el sostén a la distancia de millones de hogares. El sitio a sus derechos, pero también a su derecho a salir a la calle, a ser visibles, es dramático y terrible. Es la suma de todos los miedos: el de los estadunidenses a perder lo que ellos llaman “el american dream” a costa del sincretismo cultural y el miedo de los nuestros que, con buena fe, se dedican a trabajar 24/7, a ser deportados y separados de sus familias. Dos semanas han bastado para este escalamiento al que ahora se suma Oriente Medio, en los albores del G7.

Ése es el contexto en el que México intenta al mismo tiempo proteger a los suyos, velar por la economía, y no ser aplastado por el momentum antiglobal que priva en la agenda. Del lado estadunidense no hay incentivos para parar. La rentabilidad política está clara y nadie puede llamarse a la sorpresa. Es el mar que nos tocó navegar y que, en estos días de junio, se agitó de manera grave.