a filósofa Ana María Rivadeo Fernández (1952-2025) tenía el poder de encontrar los signos sapientes y afectivos de todo, virtud que ejercía de forma permanente, tanto en su reflexión sobre el mundo y sus grandes pensadores como en las expresiones populares y cotidianas (sean la salsa de Cali, el tango del Sur o el futbol del orbe); que también, para ella, fueron fuente de saber. Quizá por eso ella era, como Chavela Vargas, una mexicana que nació donde le vino en gana
, en referencia a su oriundez argentina; y ejercía la indómita alegría que cantaba Gardel: La vida fulera, tan injusta y maula / nos ha hecho rebeldes como los gorriones; / que mueren de rabia dentro de una jaula / mas llenan las plazas de alegres canciones
.
Nacida en la provincia de Tucumán, desde joven se dedicó a la comprensión de la realidad para la emancipación humana a través de unir dos atributos: una luminosa capacidad intelectual y un afable carácter, que la hacían pensar con lucidez y humor. Así, muy joven, interesada por la amplitud tensa de los peronismos, cuando los militantes cantaban la Marcha peronista, Ana Ri (como la conocían sus alumnos en Acatlán) se preguntaba sonriente si el verso donde decían combatir al capital
se refería a las oligarquías o al libro de Marx. Empero, sin sectarismos, siempre ejerció una militancia de izquierdas capaz de detectar las condiciones reales; a los compañeros de ruta valiosos (peronistas o no) y, muy importante, al adversario mayor.
Esa inteligencia y postura política, empero, son peligrosas en tiempos de canallas en el poder. Su llegada a México en 1975, a los 22 años, no fue destino sino salvavidas: como muchos latinoamericanos que escaparon de la cruenta y prolongada represión anticomunista –ya sea la oficial de las dictaduras o la larvada de grupúsculos afines–, Ana Ri asumió a su nuevo país con la mejor gratitud: lo hizo tan suyo como la patria grande lo es para todos en ella.
Ese quiebre biográfico se tornó en rector de su pensamiento: el huir de la violencia inenarrable y salvar la vida, mas no la calma, que se debilita cuando se es víctima de una injusticia tan vil como oficial. Su llegada a la UNAM implicó un doble refugio, contra la sed de sangre de la dictadura argentina y para el ejercicio de la crítica y el pensamiento, donde su mentor, el filósofo hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez –también blanco de persecución fascista–, ejerció influencia crucial. Ana Ri irrumpió en la academia con una lectura innovadora de Kant y Hegel, pero al haber sorteado la represión en un país solidario hacia afuera y contradictorio hacia adentro, dos cuestiones constituyeron las claves de su filosofía: pensar a la violencia y a la nación.
Su trabajo presentado como tesis de doctorado en 1991 y convertido en libro en el año de la insurgencia zapatista, que apareció titulado El marxismo y la cuestión nacional, versaba sobre las características de ese eje problemático que era la nación en un momento clave. El vendaval neoliberal había destrozado las formas de la politicidad de las clases subalternas y era preciso buscar en la totalidad del complejo social la punta de lanza que permitía resistir y avanzar frente a aquel giro violento dado por el capital. Enfrentar aquello supuso repensar el camino recorrido por el marxismo y en el libro en cuestión, la filósofa demostró con creces la viabilidad de rearticular el binomio democracia y nación, frente al imperio totalizante del mercado.
Deseosa de contribuir con su esfuerzo teórico, insistió en que clase y nación eran elementos que no podían ser escindidos a menos de que se cediera al encierro economicista. Por el contrario (como han señalado sus alumnos Enrique Sandoval o Sandra Vanina), para ella el hecho nacional expresaba articulaciones de las dimensiones económicas, políticas y culturas de la modernidad en su dimensión abstracta (libertad e igualdad para los propietarios privados), siempre en el marco de formas sociales específicas y concretas donde los mitos colectivos, las herencias productivas, las dimensiones religiosas y étnicas conviven contradictoriamente.
De tal manera que la nación era cuestión abierta
a la disputa por los grupos populares. Operando desde la tradición gramsciana, Ana Ri se colocó desde la trinchera que miraba la posibilidad de una hegemonía nacional-popular como aquella que podía tanto revertir lo destruido por el capital, como avanzar, en un proyecto de largo alcance, hacia una nueva construcción societal en clave democrática y de mayorías. Fiel a su gramscianismo, entendió siempre el privilegio de la política. Es este punto, el que hace su obra no un recuerdo de anticuario, sino una herencia viva (quizá más que nunca), a la espera de ser empleada para enfrentar los combates de nuestro tiempo.
Para Diego y Tamara
*Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional
**Investigador UAM. Autor de En el medio día de la revolución