n el país que se vanagloria de ser la tierra de los libres
( the land of the free), la escena protagonizada la semana pasada por el senador Alex Padilla sacudió conciencias y expuso con crudeza las contradicciones más profundas del modelo migratorio estadunidense.
En un hecho insólito, Padilla –primer latino en representar a California en el Senado federal– fue reducido, esposado y obligado a tirarse al suelo por agentes de seguridad tras intentar, de forma pacífica, formular una pregunta a la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, durante una rueda de prensa. El senador buscaba interpelarla sobre la represión ejercida durante las masivas protestas en Los Ángeles, convocadas para rechazar al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) y la ofensiva antinmigrante, que concluyeron con cientos de arrestos y réplicas del descontento en decenas de ciudades de EU.
El momento, captado en video, lo muestra gritando con claridad: Soy el senador Alex Padilla. Tengo preguntas para la secretaria
, mientras era arrastrado fuera del recinto. Su intervención no fue violenta, ni disruptiva, ni amenazante. Fue, en realidad, el último recurso de un representante electo que se niega a guardar silencio mientras su pueblo –compuesto mayoritariamente por personas de origen mexicano y centroamericano– sufre las consecuencias de una política cada vez más despiadada.
El gesto de Padilla contrasta con el mutismo –y aún peor, con la complicidad– de los legisladores de origen cubano que hoy ocupan escaños en Washington. Lejos de alzar la voz por su gente o mediar en favor de quienes fueron invitados por el gobierno estadunidense a emigrar bajo el mecanismo de parole humanitario, estos congresistas han optado por alinearse con las estrategias más duras, represivas y crueles del trumpismo migratorio.
¿Qué han hecho los políticos anticubanos para detener la expulsión masiva de cubanos que llegaron a Estados Unidos con la promesa de una nueva vida?
, se preguntaba recientemente el vicecanciller Carlos Fernández de Cossío. La respuesta es tan simple como alarmante: nada. Peor aún, han respaldado –explícita o implícitamente– la suspensión del Cuba, Haití, Nicaragua, Venezuela Parole Program (CHNV, por sus siglas en inglés), la criminalización de los migrantes y la inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo, medida que ha obstaculizado más las reunificaciones familiares.
El CHNV fue una iniciativa de la administración Biden, vigente entre enero de 2023 y 2025, que ofrecía una vía legal temporal de hasta dos años para ciudadanos de esos cuatro países que se encontraban fuera de EU. Intentó –y en parte logró– aliviar la presión sobre la frontera sur. El presidente Trump decretó su eliminación definitiva, dejando a más de 530 mil personas en situación irregular y expuestas a deportaciones.
Figuras como María Elvira Salazar, Mario Díaz-Balart o Carlos Giménez han preferido utilizar su capital político para avivar campañas de odio contra la isla, impulsar cruzadas propagandísticas contra cualquier forma de diálogo, y mantener una retórica de mano dura
que les reporta beneficios electorales, pero que deja en el abandono a miles de compatriotas. A medida que cubanos son detenidos, expulsados o forzados a esconderse, sus supuestos portavoces callan o aplauden a Trump, más interesados en ascender en el aparato del poder que en honrar el mandato de quienes los eligieron.
Carlos Giménez, quien ha insistido en convencer al Congreso de la existencia de bases militares chinas en Cuba para justificar una aventura militar contra la isla, se ha erigido como uno de los más fervientes defensores de las políticas migratorias de línea dura impulsadas por Trump. Declaró en X: La fallida política de fronteras abiertas de Biden permitió que miles de delincuentes y pandilleros ingresaran a nuestro país, dejándonos la tarea de solucionar el problema... La decisión de la Corte Suprema [de eliminar el programa CHNV] es la ley del país y debemos respetarla
(https://acortar.link/b4yiyg).
La diferencia entre Padilla y los congresistas cubanoestadunidenses no es meramente ideológica. Es, ante todo, una diferencia ética. Padilla arriesga su integridad en defensa de los latinos, incluso a costa del abuso institucional. Los otros ensayan discursos contradictorios, mientras permiten –o promueven– que familias sean separadas, que migrantes sean devueltos sin garantías legales y que los derechos más elementales sean pisoteados. (La comunidad mexicano-estadunidense de Los Ángeles salió a defender a sus compatriotas, mientras los cubanoestadunidenses de Miami han permanecido callados en casa.)
Este episodio ha dejado en evidencia que no todos los representantes latinos ejercen su cargo con el mismo decoro. Algunos comprenden que el poder político debe servir para proteger a sus comunidades, denunciar abusos y exigir justicia. Otros, en cambio, han traicionado a los suyos. La historia acabará por ubicar a cada cual en su lugar, aunque los hechos ya han hablado con nitidez: un senador latino que dignifica a su pueblo, frente a una bancada que ha optado por el silencio –o la obediencia– mientras los cubanos son cazados en las cortes migratorias y expulsados, incluso a destinos tan extremos como Sudán del Sur.