Opinión
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Banderas insurrectas
H

oy vamos de cacería. Con estas palabras, Tom Homan –el zar del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés)– arengaba a sus hombres en la mañana del 6 de junio para emprender otra redada masiva contra trabajadores inmigrantes –en su mayoría mexicanos– en dos condados cercanos a la ciudad de Los Ángeles. Las imágenes de las detenciones sin órdenes judiciales –captadas por los celulares de transeúntes y equipos de televisión– se viralizaron en cuestión de minutos. Horas después, un centenar de manifestantes, convocados por organismos dedicados a la defensa de los derechos de los migrantes, se dieron cita en el Centro Metropolitano de Detención para protestar contra la violencia policiaca y recordar a los detenidos –a través de megáfonos– sus derechos constitucionales. La alcaldesa de la ciudad, Karen Moss, expresó su consternación por la brutalidad de los agentes del ICE, a quienes acusó de sembrar el terror en una orgullosa ciudad de migrantes.

El segundo llamado para impedir las redadas y las detenciones ilegales resultó insólito. Al día siguiente, miles de manifestantes se reunieron en el Downtown de Los Ángeles para impugnar las deportaciones (a la fecha suman ya más de 50 mil mexicanos forzados al regreso). Había de todo ahí: miembros de las comunidades de origen mexicano ondeando banderas tricolores; militantes de la izquierda organizada, como los grupos Antifa; consejeros y diputados del Partido Demócrata; estudiantes que meses antes habían marchado en las protestas pro Palestina. Esta vez la respuesta provino directamente de Washington. La Casa Blanca, pasando por encima de la jurisdicción local, envió dos mil miembros de la Guardia Nacional para reprimir las movilizaciones, que ya se habían extendido a lo largo de varias ciudades en el estado de California.

La acción policiaca fue inclemente: balas de goma –de las que horadan los ojos–; bastones inmovilizadores –que se emplean para torturar el ganado–; gas lacrimógeno paralizante. Junto con decenas de manifestantes, una reportera australiana fue herida gravemente en la pierna (el gobierno de Australia acaba de demandar a la Guardia Nacional por interdecir la libertad de expresión). La izquierda más radical respondió con sus medios: quema de coches, barricadas, piedras y cocteles molotov. El primado de los medios y las redes digitales nos hace olvidar que la última (y definitiva) instancia que define la relación entre el poder y la resistencia se encuentra en la calle.

La maquinaria mediática de la persecución se movilizó de inmediato. Uno no puede dejar de recordar en estas ocasiones la definición que propone Gilles Deleuze de los medios masivos de comunicación: máquinas de guerra. El mismo Trump se encargó de encender las llamas al tildar a los manifestantes de insurrectos y agentes de una invasión (por las banderas mexicanas). La escena ideal para reafirmar la invención del enemigo interno actual: los migrantes latinos. (Tres días después, frente a la pregunta de si sabía de alguna invasión a Estados Unidos, el jefe de las fuerzas armadas respondió irónicamente –revirando a Trump–, que sólo se trataba de gente buena muy molesta). Kristi Noem, la actual Secretaria de Seguridad, se presentó personalmente en una redada, fusil en mano, para realizar una detención frente a las cámaras de los noticieros. Y Fox News dilapidó horas y horas de pantalla en primetime para estigmatizar a Los Ángeles como una ciudad descuidada y corrupta, en la que el “ideal americano” había zozobrado por la presencia de los migrantes.

Lo insólito fue la contraofensiva del movimiento. El 9 de junio las protestas se extendieron a múltiples ciudades de la unión. Decenas de miles de manifestantes salieron a las calles. Las banderas mexicanas ondeaban por doquier. El debate no se hizo esperar: ¿convenía ondear la bandera tricolor, dada la actual xenofobia del establishment, o desfavorecía la causa de los migrantes? La resistencia contra la policía, ¿contenía la represión o la incrementaba?

La experiencia estadunidense es muy singular al respecto. Una cuantiosa historiografía sobre los años 60 afirma que el consenso en torno al ethos creado por el movimiento de los derechos civiles no sólo fue posible gracias al pacifismo de Martin Luther King, sino sobre todo a la firmeza de Malcolm X. En sus últimas intervenciones, antes de su asesinato, no dejó de repetir una frase que de alguna manera fijó una parte del guion de esa historia: “Si queman nuestros cuerpos –se refería a los linchamientos de negros perpetrados por el Ku Klux Klan–, arderán sus ciudades”. Y así sucedió en 1968, después del asesinato de Luther King.

Es común en Estados Unidos ver banderas de cualquier parte ondeando en público. Hace poco, las ucranias aludían al apoyo militar a Kiev. Las pro israelíes son frecuentes, sobre todo en Nueva York. Ni hablar, recientemente, de la enseña palestina. La bandera mexicana ondea en las festividades del 5 de mayo y en las procesiones de diciembre. Sólo que ahora se trataba de un símbolo de identidad en la resistencia. Eso es lo que encendió la ira de la ultraderecha. Dejemos la hipocresía a un lado. Como escribe Wendy González, los mexicanos ilegales en Estados Unidos son seres sin Estado: abandonados por el Estado mexicano y nulificados por el estadunidense, han urdido una extraordinaria identidad propia que les ha permitido devenir gradualmente un sujeto político.