ace 50 años tomé un avión con destino a París. ¿Cómo habría podido saber que mi viaje a Francia iba a durar más de los seis meses de validez de mi boleto de ida y vuelta? Con el paso de los años, durante cinco décadas he dado respuestas muy variadas, pero nunca falsas, cuando alguien me pregunta por qué dejé México. Lo único cierto es que nunca dejé México.
Uno lo lleva consigo
, me dijo Juan Soriano a propósito de nuestro país una día del verano de 1975. Juan dibujaba un burro bajo un árbol en el legendario taller de litografía de Peter Bramsen. Alberto Gironella me había invitado a visitar el lugar donde tantos pintores mexicanos han tenido la suerte de trabajar. En esa época, Soriano aún residía en Roma y sólo pasaba una corta temporada en París a causa de un contrato de la firma Olivetti. Esta empresa ofrecería a su principal clientela un álbum de litografía de este gran artista mexicano como regalo navideño. El abuso perfeccionista de Juan, llevado al extremo del vicio, lo hacía dibujar el burro una y otra vez, corrigiendo aquí y allá una pata, la cola, la cabeza, y casi un rebuzno, tan vivo parecía el asno. Y como el tiempo pasaba, las estaciones cambiaban y las hojas del árbol, que daban sombra al animal, tomaban tonos ocres y dorados antes de caer de sus ramas y anunciar su renacimiento con nuevos brotes.
A causa, sin duda, de una de esas leyes secretas que rigen el azar, Juan me escogió como discípula, a pesar de no tener ninguna vocación por la pedagogía, inclinación de la cual reía sin ocultar su desdén por el profesorado.
Así, mientras él dibujaba y desdibujaba su burro y su sombra, yo le hacía la detallada narración de mi vida en México. Juan, sin duda, harto de mis obsesiones, se burló de esos relatos que, muy probablemente, lo aburrían, y me propuso el desafío de Rastignac, personaje de Balzac que, desde lo alto de la colina del cementerio, donde acaba de ser el único asistente al entierro del viejo Goriot, reta a la sociedad y a París con una frase: “ A nous deux maintenant” .
–Si quieres conocer París, tienes que darle vuelta a la página.
Tiempo después, quizá para compartir un secreto que podría contribuir a mi educación, me dijo: De todos modos, no se deja a México, se lo lleva consigo
.
Medio siglo después de cruzar el Atlántico, recuerdo con nitidez, como si fuese apenas ayer, las primeras imágenes que tuve de París: su firmamento azul de una claridad deslumbrante, la regularidad de la talla de sus edificios, la majestad del Pont Alexandre, los relieves del Arco del Triunfo, el agua grisácea del Sena donde se refleja el azul del cielo.
Durante todos estos años, esquivé preguntarme qué me perdí de vivir en México. Sólo puedo saber qué me habría perdido de no haber vivido en París. En cuanto a la cuestión sobre el porqué de lo que algunos califican de exilio, durante la inauguración de una muestra de sus fotografías, Juan Rulfo respondió en mi lugar a un curioso: Vilma no dejó México, sólo está de viaje
.
Carlos Montemayor, sentado en la terraza del Louvre, se preguntó en voz alta cómo podía yo saber tanto de México fuera del país tantos años. Traté de explicarle que no eran pocos los amigos y conocidos que pasaban por París y me platicaban de México y de sus vidas. La gente hace confidencias cuando está de viaje, como si hablara con una persona que no volverá a ver.
Salí de México porque no toleré una ruptura amorosa.
A causa del consejo de Henrique González Casanova, de venir a ver el paso de la Historia en Europa.
Porque no soportaba el machismo.
Porque buscaba un espacio de libertad que me daba la distancia.
Porque la lejanía acelera el paso del tiempo necesario para obtener la perspectiva indispensable para escribir lo pasado.
Porque la nostalgia deja de ser lo que fue.
Porque gozo de una libertad, la más preciosa y la más deseable, la de pensar por sí mismo. Y no, como cantaba Edith Piaf: “ non, je ne regrette rien”.
A Jacques